Fui una niña ecuatoriana que vivió en Canadá gran parte de su vida. Al retornar a mi querido Ecuador, a mis 47 años de edad, sentía todavía el amor por un país lleno de atractivos culturales y naturales. Pude ver que Cuenca era un lugar privilegiado, en 1999 había sido declarada por la Unesco como una ciudad Patrimonio Cultural de la Humanidad. Regresé con una cosmovisión moderna, pero sin dejar de asombrarme por las virtudes coloniales de la Atenas del Ecuador. Pude observar que a la ciudad le hacía falta más infraestructura turística, que quizás se encontraba escondida en algunos de sus recodos. Un sueño rondaba en mi cabeza: abrir un hotel que esté a la altura de las grandes metrópolis del mundo que había conocido en mi vida, anhelaba que Cuenca también tenga este espacio. En una de mis visitas, con entusiasmo y una meta clara, encontré en la esquina de las calles Gran Colombia y Beningno Malo un hermoso edificio, se veía descuidado y me enteré que estaba de venta. Desde ese momento, dije: aquí está el aporte que quiero darle a mi querida Cuenca. De inmediato me puse en contacto con los dueños y en poco tiempo cerramos el negocio. Más tarde me comuniqué con reconocidos asesores hoteleros y, sobre todo, con profesionales de la arquitectura y especialistas en restauraciones. De a poco y con mucho trabajo duro, mi sueño se convirtió en una realidad.